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BARATARIA

NÚMERO 14 •

2012

Lo que nos gusta de Andersen es que se trata de Andersen; sus

historias pueden ser conmovedoras o ingeniosas, originales o

de fuente popular, pero siempre están fundidas en el crisol que

fue el alma y biografía del autor. Entre tanto, los cuentos de los

Hermanos Grimm carecen de esa forma perfecta o intensamente

personal, por no hablar de autores como Emilio Salgari, que nos

legó tipos inolvidables como

Sandokan

o el

Corsario Negro

pese a

una prosa pobre y efectista, y a considerables errores históricos,

geográficos o zoológicos. Es que un clásico infantil es un libro

que hace soñar, reflexionar y vibrar a generaciones, y no un libro

perfecto (suponiendo que tal cosa exista).

Para Marc Soriano, “

Las raíces nacionales y populares de

los clásicos más célebres son particularmente evidentes. Basta

pensar en las nursery rhymes, en Alicia en el País de las Mara-

villas, en los cuentos de Andersen…”

[1999: 153]

.

La paradoja es solo aparente:

las profundas raíces naciona-

les e históricas de esos y tantos otros clásicos no invalidan su

trascendencia en tiempo y espacio porque esos sabores espe-

cíficos encuentran resonancia en lo esencial de otros pueblos

y épocas. El talento del artista opera el milagro de convertir lo

particular en general, lo local en universal.

El empeño de naciones jóvenes en ofrecer a sus ciudadanos

modelos propios puede provocar intromisiones de lo ideológi-

co en lo genuinamente literario. Esas “impurezas” condenan la

obra no solo a una circulación limitada en el tiempo sino en el

espacio. Las crónicas de la colonia, los inflamados poemas de-

cimonónicos, el realismo social de la primera mitad del siglo XX

y otras reliquias latinoamericanas merecen el mayor respeto,

pero ¿y el receptor infantil? No olvidemos que

“Nuestra preocu-

pación por respetar los textos debe quedar amortiguada por una

preocupación al menos equivalente por respetar a los niños”

[So-

riano: 155].

Las literaturas latinoamericanas siempre han tenido voca-

ción de construir su identidad nacional, a la vez que una perso-

nalidad colectiva. Esto es más cierto en la literatura para adul-

tos, y las prácticas editoriales actuales no ayudan a la literatura

infantil a cruzar las fronteras. Y eso que contamos con clási-

cos como Martí, Darío, Quiroga o Gabriela Mistral, cuyas obras

para chicos o para adultos integran un patrimonio común, y

clásicos “endémicos” que aún no llegamos a compartir (Monteiro

Lobato, indispensable para los brasileños, ¿tiene alguna traduc-

¿Clásicos nacionales?

¿Clásicos latinoamericanos?