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2012

NÚMERO 14

BARATARIA 5

la:

Aventuras y desventuras de Casiperro del

Hambre.

Otro ejemplo es la austríaca Christine

Nöstlinger cuando invierte la idea básica de

Las

aventuras de Pinocho

para componer su

Kon-

rad o el niño que salió de una lata de conservas,

antes de osar

El nuevo Pichocho

. Sin hablar de

auténticos subgéneros prohijados por una obra

inmortal; como las Robinsonadas, las islas de

tesoros diversos o los países imaginarios que

ha descubierto tanto Gulliver de otro nombre.

Cuando un autor conoce a los autores y

libros que le preceden, puede proporcionar

“profundidad de campo” y substanciosas inte-

racciones a su propia obra. Así ha surgido un

continente imaginario que ya tiene su Olimpo,

y se ha fraguado la identidad de la literatura in-

fantil universal, la de literaturas que comparten

una lengua y la de países que, por eso mismo,

dominan hoy la especialidad. Alemania, Esta-

dos Unidos, Francia, Gran Bretaña, los países

escandinavos… cuentan con clásicos que todo

el planeta conoce y venera. Entre tanto, obras

como

Las mil y una noches

o los

cuentos

“de”

Afanásiev

funcionan como clásicos proceden-

tes de culturas como la pérsico-arábiga o la

rusa caracterizadas por un desarrollo editorial

menos consolidado o antiguo.

El escritor y profesor Eliacer Cansino resu-

me con perspicacia lo que hace de un buen li-

bro algo más, todo un clásico:

Porque se han erigido por encima de su tiem-

po; porque […] es virtud del clásico no reducir su

expresión a un solo mensaje, sino que su pala-

bra tiene la capacidad de despertar en el lector

nuevos y contemporáneos problemas […] porque

saltan por encima de su propia lengua y son ca-

paces de resistir la traducción (y ello porque to-

can la clave de lo humano que no es deudora de

ninguna lengua)

[Cansino; 2007: 32].

Mientras, en su

Guía de clásicos de la lite-

ratura infantil y juvenil

, Luis Daniel González

observa:

Entre los libros con tirón entre los jóvenes

hay muchos cuya fuerza procede del dinamismo

del relato como los de Salgari, del acierto en la

mezcla de “los ingredientes” como los de Enid

Blyton, de la creación de personajes singulares

y atractivos que los harán pervivir como Alicia

(Carroll) o Peter Pan (Barrie), o de unas versiones

cinematográficas afortunadas que han potencia-

do su éxito como Bambi (Salten) o Mary Poppins

(Travers)…

Y evoca libros cuya calidad tarda en insta-

larse debido a un estilo menos accesible (

Plate-

ro y yo; El principito

) y “las obras ¿menores? de

autores de reconocido prestigio, como

El árbol

de los deseos

(Faulkner),

La perla

(Steinbeck),

El viejo y el mar

(Hemingway) y libros que mar-

can un antes y un después: como

El libro del

nonsense

, de Lear (…) o el poema narrativo de

Longfellow,

El canto de Hiawatha

…”

[González;

1999: 14-15].

Afortunadamente, el éxito (la aprobación

por el propio público destinatario) ha consegui-

do pesar tanto como la opinión “autorizada” de

pedagogos y críticos literarios, y la mayoría de

los clásicos fueron, en su momento, libros po-

pulares.

Contenido y forma

Si en los clásicos solemos subrayar la ex-

presión de grandes sentimientos y destinos

humanos, lo cierto es que lo que atrapa a los

chicos es la historia bien contada. Los clásicos

deben su dorada pátina a un buen equilibrio

entre calidad formal y rico contenido, a su ap-

titud para comprender la verdad de la vida y

expresarla a través de personajes convincen-

tes, diálogos vivaces, descripciones y narración

pertinentes; todo ello imbricado en un discur-

so de sabor peculiar, inherente a su época,

pero también al autor. Sin olvidar decididas

innovaciones temáticas y compositivas.

Lo que hace al clásico no es siempre lo mis-

mo ni en las mismas dosis. Los libros de Lewis

Carrol son de una asombrosa complejidad sim-

bólica y alusiva, mientras en Stevenson fascina

la textura de sus personajes y en Mark Twain la

eficaz crónica de un espacio-tiempo específico.