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BARATARIA
I
VOLUMEN VI
•
NÚMERO
1
•
2009
Considero que la perturbación, en principio,
es un
fenómeno de recepción
, ya que se activa en
función de ciertos contenidos que están en el texto
y experiencias que están en la psique del lector. Hay
libros que en su conjunto tienen la particularidad
de plantear indagaciones sobre aspectos que con-
forman la sombra colectiva, y es por esto que los
asumimos como perturbadores. Hay libros que NO
son universales, pero tocan la sombra particular
de un lector, y hay otros donde lo perturbador se
entreteje como parte de la trama discursiva.
Como fenómeno de recepción, la perturbación
está vinculada con la intolerancia que tenemos como
lectores —y como seres humanos— para aceptar
nuestra
sombra
. Creo que, paradójicamente, somos
los adultos quienes asumimos con mayor dificultad
estos aspectos oscuros, que nos esforzamos por pro-
yectar una imagen perfecta de nosotros mismos, que
nos resistimos a incorporar esa sombra como parte
integrada de nuestra personalidad. De allí que mu-
chas veces asumamos el rol de censores automáticos
de aquello que deben leer los niños y los jóvenes.
La perturbación está fuertemente vinculada
con esa sombra que, en términos junguianos, se
refiere a los aspectos disociados de la personalidad
consciente, como la envidia, el deseo de muerte, el
odio, la mentira, la traición, la guerra, la violencia
gratuita, el desprecio, la burla, el rencor, el miedo,
el ansia de dominio, el poder, la avaricia, los celos…
y un largo etcétera de aspectos que muchas veces
se encuentran reprimidos.
Para definir la perturbación, entonces, debe-
mos hacernos la pregunta en el caso específico de
la literatura infantil, de si ella se genera desde la
perspectiva del adulto o desde la perspectiva del
niño. Creo que responder esta interrogante puede
ser algo irresponsable de mi parte porque esta es
apenas una hipótesis que debe ser profundizada
con estudios de recepción.
Volviendo al ejemplo de la versión de
Caperucita
de Perrault, recuerdo que Bettelheim afirma que
los cuentos infantiles deben cerrar de una forma
satisfactoria pues los finales abiertos —y sobre
todo este final— dejan una sensación de angustia
que puede desestabilizar enormemente a un lec-
tor infantil. Y profundizando un poco más sobre
ello, seguramente hay lecturas que pueden generar
abundante material para esas pesadillas nocturnas
que tanto nos inquietan.
La perturbación, a diferencia de otros aspectos,
tiene la propiedad de conducirnos a precipicios psí-
quicos que desestructuran algo en nuestro interior,
o nuestra manera de asumir una experiencia o de
evaluar el comportamiento humano. Esta sensación
de inestabilidad nos conmociona de tal manera que
puede acompañarnos por mucho tiempo hasta que
nuestra mente consigue rearmar las piezas de esa
nueva construcción que se ha instalado en nuestra
conciencia. Por eso, pienso que los libros perturba-
dores son significativos y necesarios para hacernos
crecer, detonan cataclismos que destruyen parte de
nuestros esquemas estables y reorganizan nuestro
sistema de creencias. Por otro lado, la experiencia
perturbadora puede ser mejor digerida a través de
la ficción que plantean los libros y no como parte
de un encuentro directo con la realidad.
Antes de volver a la interrogante que he estado
planteando acerca de si podemos considerar que
exista una categoría que justifique la existencia de
estos libros, me gustaría señalar algunos mecanis-
mos que definen formas de la perturbación en la
literatura infantil.
Imágenes perturbadoras
Uno de los libros más punzantes en la historia de la
literatura infantil europea nace a partir de las ideas
de un psiquiatra alemán. Se trata del
Pedro Melenas
de Heinrich Hoffmann, publicado en 1845. Este
libro, cáustico y mordaz, de textos ágiles y humorís-
ticos, plantea una serie de castigos ejemplares para
los niños desobedientes. Uno de los aspectos más
innovadores de esta propuesta tiene que ver con las
imágenes, pues ya Hoffmann había ensayado con la
figura de un personaje desgreñado y con las uñas