Hace unos días les pregunté a dos niñas de
aproximadamente nueve años —buscaban ciertos
títulos en una feria del libro— cómo se hacía para
ser así de lectoras (ellas, evidentemente, lo eran).
La respuesta no fue inmediata, pues mi pregunta las
tomó por sorpresa; luego de que se las repitiera, me
dijeron: “Pues así, leyendo. Primero, tu mamá te
presta un libro, te dice que lo leas porque está bue-
no. Tú lo lees, y como está bueno, te sigues leyendo,
luego agarras otro (libro) y lo lees, y otro, y otro, y
así”.
Claro. Así de sencillo. Y así de complejo.
En esa respuesta infantil puede estar la clave para
aquello que tanto nos quita el sueño. No sabemos
qué otras experiencias favorables han vivido estas
niñas en particular, qué entorno escolar o familiar
tienen. Sin embargo, en dicha respuesta subyace
la frase de Juan Mata: alguien despertó en ellas el
deseo de leer. Ahora, ellas se consideran a sí mis-
mas lectoras. Saben lo que quieren leer, pero están
abiertas a escuchar lo que se les propone; saben
dónde buscar eso que necesitan, están dispuestas
a adquirirlo (en este caso, comprándolo ellas mis-
mas); comentan sus preferencias, coinciden en al-
gunas, pero difieren en otras; muestran entusiasmo
al hablar acerca de lo que ya han leído, distinguen
muy bien lo que no les ha gustado y saben argu-
mentar por qué no les gustó; y han aprendido que
hay ediciones “tramposas” que atrapan la atención
del lector con portadas llamativas, y luego resulta
que “el contenido no es lo que esperabas”.
Los niños son autónomos, al menos en materia
de lectura. Todos somos testigos de cómo se acer-
can a los libros, cuando los hay, y cómo los van
tomando a su ritmo y antojo, siempre y cuando se
les deje hacer. Luego, van aprendiendo que existe
una lectura obligada, no tan placentera, cuando lo
que leen está sujeto a examen, a una valoración de
la inteligencia y de las capacidades. Así, la lectu-
ra se liga al estudio, y el estudio se relaciona con
valores numéricos que terminan por convertirse en
valoraciones humanas: vales diez, vales cinco, va-
les cero.
Pero si les hemos acercado materiales diversos
y atractivos desde que son muy pequeños, ellos in-
teriorizan que, aparte de jugar en el jardín, aparte
de mirar dibujos animados, aparte de correr monte
arriba, también se puede leer. Y que esa actividad
les permite cosas que difícilmente lograrían tener
con las demás actividades; sus juegos, sus interac-
ciones con otras personas, su descubrimiento del
mundo circundante tienen un límite. El material
para ir más allá de lo que se tiene a la mano (casa,
pueblo, ciudad, familia, amigos, maestros) es preci-
samente la lectura. Una lectura que también inclu-
ye al estudio, pero que debe poder diferenciarse de
la otra, la voluntaria, la que representa una opción
de gozo. Sin embargo, hay más.
Cuando somos pequeños y empezamos a descu-
brir el mundo, son los adultos quienes nos acercan
aquello que ellos consideran que debemos conocer
y apreciar (sonidos, alimentos, estímulos de todo
tipo). Es su herencia para las nuevas generaciones;
quieren lo mejor para nosotros y lo mejor es lo que
ellos mismos conocen y valoran. Si valoran la te-
levisión, nos acercarán (con la mejor intención)
a ella; si son deportistas, querrán que nosotros lo
seamos también; si gustan de la playa, nos llevarán
allá para compartir ese tesoro con nosotros. Si va-
loran la lectura, si encuentran en ella algo distinto
—que no invalida a las otras aficiones—, pondrán
Los niños son autónomos, al menos
en materia de lectura. Todos somos
testigos de cómo se acercan a los
libros, cuando los hay, y cómo los van
tomando a su ritmo y antojo, siempre
y cuando se les deje hacer.
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