

El material para ir más allá de lo que
se tiene a la mano (casa, pueblo,
ciudad, familia, amigos, maestros)
es precisamente la lectura.
en nuestras manos materiales que se puedan leer y
disfrutar. Casi siempre, lo que ellos heredaron de
sus padres, de sus abuelos, de sus buenos maes-
tros.
Así que promovemos lo que valoramos; y la idea
que se tiene de lo que es bueno leer, e incluso de
la mejor manera de leer, tiene mucho que ver con
eso que las generaciones van heredándose unas a
otras. Al seleccionar los textos para nuestros niños
normalmente pensamos en nuestros libros ideales:
los que leímos cuando fuimos niños. Así mismo,
nos movemos por el mundo —irremediablemen-
te— con prejuicios, mitos, creencias, resonancias
antiguas y modernas que conforman nuestra mane-
ra de pensar y actuar. Y ahí tenemos el resultado:
lo que nos acercaron cuando éramos pequeños (y
que le atribuimos a la calidad de la obra, sin pensar
en nuestro momento histórico y afectivo de vida),
sumado a lo que hemos escuchado que “funciona”,
que “sirve para”, para que los niños estén más des-
piertos, para que desarrollen sus capacidades, para
que saquen diez (¿en la vida?), para que sean pro-
ductivos e incluso triunfadores, lo que sea que esto
signifique.
Nada funciona ni deja de funcionar en esto de la
lectura. Porque hay libros y hay lectores. Cada uno
con sus particularidades. Y cada texto llega a cada
lector de manera distinta.
Pensemos en qué se parecía la “realidad” de los
libros que leímos cuando fuimos niños, hace treinta,
cincuenta años, a la realidad de los niños de ahora.
No con el propósito de comparar tiempos mejores
o peores, sino la riqueza de aquello con la riqueza
de lo actual, lo terrible de aquello con lo terrible
de hoy. ¿Qué tan pertinente resulta acercar un niño
a la historia de un burrito de la España de los años
treinta, tan sólo porque a nosotros nos enterneció?
Quizás tuvimos un abuelo español que llegó a Amé-
rica huyendo del franquismo y para quien
Platero
y yo
evocaba la tierra perdida, la casa paterna. Si
somos capaces de trasmitir el entusiasmo y el amor
que recibimos del abuelo, tal vez el niño de hoy, de
nueve años, loco por los videojuegos y las historias
de miedo, experto lector de pantallas y no tanto de
páginas impresas, se sienta fascinado o enternecido
también. ¿Fue la obra o fue la cálida mediación?
Ambas. Pero no por separado. Dejar el libro en
sus manos, así, sin explicación que convenza (sin
encantamiento), equivale a creer que de verdad la
lectura es un antibiótico bueno para la salud y como
tal hay que aplicarlo. Como un mal necesario.
De manera que a lo heredado y a lo aprendido
ya de mayores sería conveniente añadir sentido co-
mún, deseo de escuchar y ser escuchado, gusto por
descubrir cosas nuevas junto con los niños, tiempo
compartido. Entonces llegará la voluntad (el deseo);
y también el asombro y el entusiasmo, cuando se-
pamos qué libro darle a qué lector. El azar hará su
parte; hay que confiar.
No hay nada más diverso que la lectura. Al leer,
también nosotros nos diversificamos; nos encontra-
mos de frente con la alteridad no sólo de los perso-
najes, sino con ese otro que somos cuando leemos,
tanto acerca de épocas, personas y lugares lejanos
como de situaciones vigentes y cercanas. Los espe-
jos hacen que veamos mejor nuestras cualidades y
defectos; no todo es “viajar con la imaginación a
lugares remotos”. Nuestro propio interior es a veces
tan remoto y desconocido que nos pasma tan sólo
pensarlo.
Leer compromete. Y transforma. La idea, pues,
es hacerles sentir ese compromiso y esa transforma-
ción a los niños. Para que opten por la lectura, no
como lo máximo de este mundo, sino como algo
tan personal y profundo como la vida misma.
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