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BARATARIA
NÚMERO 16 •
2015
Las narraciones tradicionales de los mayores,
los cantos de las madres, como arrullos sana-
dores, como refugios simbólicos, fueron los pro-
tagonistas del primer encuentro.
No intenté abrir más libros. Lo urgente era
recuperar y mantener la identidad y el sentido
de pertenencia de las mujeres con sus territo-
rios, sus culturas y su memoria.
Llegué al segundo encuentro mejor equi-
pada. Sé que muchos insisten en que a la hora
de formar lectores hay que ceñirse a los libros,
a la palabra escrita. La vida me ha enseñado
que no siempre puede uno reducir la interven-
ción en las comunidades a los libros, así sean
los más bonitos, los mejor seleccionados, los
que hablen al interior del ser humano, los que
contribuyan a construir individuos. Por eso en
la espalda no solo llevo libros cuando voy al
encuentro de los lectores. Llevo papeles de co-
lores, lápices, marcadores, pegantes, lanas,
pinturas, cartulinas, música…
Después de los saludos, ya cercanos, con
gestos de confianza y cariño, dije que haríamos
un libro entre todas. Me miraron como si estu-
viera loca: “Nosotras no sabemos leer ni escri-
bir”, se atrevió a confesar una de estas abuelas
llegadas del campo, de la orilla del mar, de al-
guna mina. “No importa, ustedes me cuentan,
yo escribo y al final cada una se llevará un libro
hecho por ustedes”. Eso hicimos.
Durante horas que se fueron sin darnos
cuenta, las mujeres del asentamiento me revela-
ron secretos, me enseñaron sus décimas con el
picante, la ironía, el doble sentido propio de su
cultura. Nos reímos. Yo tenía que escribir a gran
velocidad para no perder ni una sola de sus pa-
labras. Al final de cada verso escribía el nombre
de la “autora” y su lugar de procedencia.
Reproduje los “libros”, los repartí y dije que
había que ilustrarlos. Por primera vez pude
abrir mis bellos libros álbum y mostrar cómo se
combinaban letras y dibujos. Leer en voz alta,
eso no. Aún no era el tiempo. Con los materiales
a su alcance, las abuelas pintaron, recortaron,
pegaron, iluminaron como los antiguos copis-
tas sus ejemplares. Yo las acompañaba leyendo
y releyendo sus décimas.
Hicimos una exposición. Cada una mostró
su libro. Vi que había inquietudes que no me
contaban y finalmente descubrí que les preo-
cupaba tener que dejar estos nuevos tesoros
en mis manos. Les devolví la confianza dicien-
do que cada una era dueña de su ejemplar, que
podían llevarlos y “leerlos” en casa, con sus nie-
tos, con su familia. Las sonrisas regresaron.
Para rematar este emotivo encuentro con
la palabra escrita, quise probar suerte con un
libro “de verdad”. No tuve dudas al seleccionar
lo que leería en voz alta de despedida:
Tomás
aprende a leer
, de Jo Ellen Bogart y Laura Fer-
nández & Rick Jacobson (Editorial Juventud),
que recién había llegado a mis manos.
Aprendí de esta experiencia que hay que
partir de lo conocido, de la raíz profunda, de
las palabras, de los conocimientos personales,
para ir construyendo desde ahí. Las mujeres hi-
cieron primero su libro para poder entender los
libros de los otros.
Los mapas insondables
Podría seguir narrando.
Podría contar sobre las visitas literarias a
las salas pediátrico-oncológicas donde niños
maltratados por agujas y quimioterapias, jun-
to con sus familias, esperan resultados conte-
niendo la respiración después de cada examen,
mientras susurran conjuros mágicos para re-
gresar al pasado.
Podría contar sobre los viajes a comunida-
des indígenas en lugares extremos del país, donde
los dueños del poder acechan para extorsionar,
”
“
Las narraciones tradiciona-
les de los mayores, los cantos
de las madres, como arrullos
sanadores, como refugios sim-
bólicos, fueron los protagonis-
tas del primer encuentro.