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2015

NÚMERO 16

BARATARIA 5

puede nombrar; el miedo está tan profunda-

mente enraizado que paraliza y mata el deseo

de vivir. El terror, la ira, las carencias afecti-

vas y la incertidumbre, producto del desarraigo,

promueven la desesperanza y el escepticismo

respecto de sí mismos y de su entorno.

Estas personas, sabias en sus territorios,

llegan a la ciudad, en muchos casos, sin saber

leer ni escribir, sin entender las nuevas señales

de una jungla muy diferente a la propia y quizás

más agresiva, más peligrosa, más inhumana que

la que dejaron atrás.

En el año 2002, unos bibliotecarios ami-

gos, perturbados por las familias que rápida-

mente se hacinaban en las zonas suburbanas

del barrio donde trabajaban, me pidieron que

los acompañara a extender el servicio bibliote-

cario hasta esta tierra de nadie, donde los niños

jugaban entre las aguas negras, las mujeres co-

cinaban arroz, no había más, los hombres re-

cogían trozos de madera, cartón, plástico, para

improvisar covachas que les servían de refugio.

Nuestra experiencia tenía que ver con libros,

lecturas, palabras escritas. Yo tenía a mi cargo la

hora del cuento. Esa tarde, la del primer encuen-

tro, intenté iniciar un proceso de acercamiento

a los niños y abuelas que logramos convocar.

Poco éxito tuve, a decir verdad. Apenas leía la

primera página de cualquiera de los libros de mi

inventario favorito, infalible hasta entonces, sen-

tía que mi auditorio se desconectaba. Los niños

se distraían en sus juegos y peleas, las abuelas

permanecían mudas, ausentes, sumergidas en

pensamientos que yo no podía alcanzar. Por pri-

mera vez sentí que los libros que siempre llevo a

la espalda no me servían para nada.

Cerré los libros, miré a las mujeres a los

ojos y les hablé. Les conté que en mi infancia

mi mamá me cantaba una canción que no re-

cordaba bien y que tal vez ellas conocerían pues

era de su región: la maravillosa

Señora Santa-

na por qué llora el niño

me salvó el día. Yo repetí

torpemente dos o tres palabras de una canción

que sé de memoria intentando despertar algo

en ellas. Fue como un milagro. Este villancico

tradicional de las comunidades negras del Pací-

fico me abrió sus puertas, sus ojos, su atención

y pude, por fin, comunicarme.

Me enseñaron a cantar esa y muchas otras

de sus canciones. Poco a poco fueron contando

historias de espantos, de pesca, de ríos, de sus

tierras. No hablaban de muerte, violencia ni do-

lor. Hablaban de recuerdos culturales y sociales.