
2010
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NÚMERO
1
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VOLUMEN VIII
I
BARATARIA 21
se deben desplegar las habilidades de las mujeres,
la idea de que una madre sabría escribir mejor para
niños es, aunque errónea, natural.
Me gustaría mencionar aquí a Maurice Sen-
dak, cuyo libro
Donde viven los monstruos
goza en
estos momentos de renovada y justa popularidad.
A Sendak, según lo ha manifestado en entrevistas,
no le gustan mucho los niños. Es un cascarrabias.
No tuvo hijos, ni formó una familia convencional.
Y los niños aman sus libros.
Las hijas de Mu Lan
Mu Lan ha tenido una ilustre descendencia.
Para mí, la más poderosa de sus hijas es Tehanu,
creada por Ursula Le Guin: la niña-dragón, mal-
tratada, violada por su propio padre, adoptada por
Tenar. Aquí la descripción de Tehanu:
La parte
quemada y deforme de su cara estaba rígida por
la destrucción de los músculos y el espesor de las
cicatrices, pero cuando pasó el tiempo, las cicatrices
envejecieron y Tenar aprendió, gracias a la larga cos-
tumbre de mirarla, de no evitar verla sino observarla
como una cara, que las cicatrices tenían sus propios
gestos y su expresión.
De Tenar, esa pragmática campesina, antes gran
sacerdotisa de Atuan, se pueden esperar todos los
misterios y las respuestas más simples, pero jamás un
lugar común. Cuando el dragón Kalessin, el más viejo
de todos, deposita a Ged, el Archimago de Tierramar,
herido y medio muerto frente a ella, Tenar llora, se
desespera:
Ocultó la cara entre sus brazos y lloró a gri-
tos ‘¿Qué puedo hacer?’, gimió ‘Ahora, ¿qué hago?’ […]
Tenar suspiró. No había nada que ella pudiera hacer,
pero siempre urgía comenzar la tarea siguiente.
Tehanu, niña inocente y despreciada, temida
por las huellas que la violencia de su padre huma-
no dejó en su cara y su mano, es la hija genuina
del fuego, del dragón:
Seguía con la mirada puesta
sobre el dragón; había hablado en el idioma de los
dragones, en el Lenguaje de la Creación.
—Fue bueno que lo hicieras, niña —dijo el dra-
gón— pues te he buscado por mucho tiempo.
Este libro plantea preguntas que solo los más va-
lientes hacen. Dice Ged, el Archimago:
Si las mujeres
tuvieran poder, ¿qué serían los hombres, sino mujeres
que no pueden tener hijos? Y, ¿no serían las mujeres
con poder hombres con la facultad de parir?
Yo, al menos, no conozco la respuesta a esta
ardua pregunta. Agradezco, sin embargo, la clari-
dad y la mesurada belleza de la prosa con la que
fue formulada.
Tal vez las respuestas a estas preguntas ten-
gan una naturaleza cambiante; quizás cada hecho
de nuestra existencia las vaya modelando. Habrá
momentos, tanto en la vida como en la escritura,
en los que la parte masculina de mi personalidad se
acentúe, otros, en los que mi ser mujer determine
claramente mis actitudes.
No existe, como nos explica la biología, el ser
humano puramente masculino o femenino; tampoco
hay un género literario que pertenezca únicamente
a un género u otro. No queda sino una sola certeza:
hay que tratar de escribir bien. Es aquí, en la es-
critura y sus dificultades, donde hay una laboriosa
simetría, una delicada igualdad. Aquí somos iguales
el escritor y la escritora: en la práctica de un oficio
que quiere construir mundos solo con palabras.
Aquí soy libre.