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BARATARIA
I
VOLUMEN VIII
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NÚMERO
1
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2010
pensar que la imaginación pue-
de ser primordialmente humana.
Que la universalidad de ciertas
formas artísticas se debe a su
inteligencia o su belleza, antes
que a su poder para suscitar una
identificación.
Aquí surge, naturalmente, el
problema de la tradición. No hay
lectora atenta que no se haya re-
belado contra las imágenes pro-
verbiales de la mujer en gran parte
del canon. Pero hay autores cuya
fuerza rebasa su momento: hay
más vida, más gozo e inteligencia
en la comadre de Bath, de
Cuentos
de Canterbury
, que en muchas he-
roínas de la literatura de nuestros
días, aun las creadas por mujeres.
Además, el cuento que el autor le
asigna es uno de los mejores. Eso
no hace de Chaucer un feminista,
ni del brutal siglo XIV un buen mo-
mento para las mujeres. Es la pas-
mosa destreza, el
arte
con el que
Chaucer dibuja a su personaje, la
verdad que contienen esos renglo-
nes redactados hace seiscientos
cuarenta años, lo que vuelve inol-
vidable a la comadre de Bath.
Hay estudiosas que afirman
que si una mujer escribe, lo hace
con una técnica ajena y en un
ámbito machista —el lenguaje.
No sé qué hacer respecto a eso.
Sé qué
no
puedo hacer: inventar
un lenguaje nuevo. El castellano,
con todo y sus vestigios machis-
tas y clasistas, me ha otorgado la
libertad que conozco. Cuando me
apropio del lenguaje y aprendo a
usarlo para decir lo que quiero;
cuando me esfuerzo por conocer la tradición para desligarme del
discurso machista; cuando me aparto conscientemente de las formas
expresivas de muchos escritores hombres, ¿no estoy ejecutando un
acto feminista?
Al dibujar un personaje me guardo, lo más que puedo, de estereo-
tiparlo: eso significa alejarme de las convenciones, tanto las patriar-
cales como las políticamente correctas. No tengo recetas. Al menos yo
no las conozco: lo que hago es imaginar tan libremente como puedo
a la persona que quiero describir.
Claro que mi libertad se acaba cuando termino la escritura del
libro y llega la hora de publicarlo. Entonces regreso a un mundo
dominado por los hombres. No en balde Ursula K. Le Guin fue U.K.
Le Guin y Joan Kathleen Rowling fue, y es todavía, J.K. Rowling. Los
editores lo decidieron, para que los libros tuvieran mejores oportuni-
dades entre los lectores y la crítica.
Entre la cuna y el escritorio (y la cocina en medio)
Si el tema que nos ocupa fuera la literatura escrita por mujeres,
en lugar de ser la literatura infantil y juvenil escrita por mujeres, esta
sección llevaría por título “Entre la cama y el escritorio”. Una asombrosa
cantidad de novelas escritas por mujeres tienen como tema central la
exploración del cuerpo, la sexualidad y las relaciones amorosas. El len-
guaje y la temática están tan codificados como en otro tiempo lo estuvo
la novela rosa; invariablemente, la solución a los problemas que aque-
jan a la heroína se encuentra en el amor de pareja o en la maternidad.
Pero se titula “Entre la cuna y el escritorio” porque, por lo menos en mi
experiencia como docente de LIJ, muchas mujeres sienten como una
prolongación natural de la maternidad el incursionar en la literatura
para niños, a veces sin contar con una experiencia lectora mínima. La
intensidad de la relación que se establece con sus hijos, la minuciosa
atención con la que las madres observan los cambios y el desarrollo de
los niños, puede desembocar en un trabajo literario. Puede. Depende,
como en todo, de las habilidades y la práctica.
Ursula Le Guin, en un ensayo titulado “La hija de la pescadora”,
menciona una teoría de Alice Ostriker, quien afirma que la materni-
dad representa una ventaja para la mujer-artista, pues la pone en
contacto directo “inmediato e ineludible con las fuentes de la vida, de
la muerte, de la belleza, del crecimiento, de la corrupción”.
Estoy de acuerdo con Ostriker y con Le Guin. Lo que no creo es
que la maternidad, por sí misma, convierta a la mujer en una escritora,
así como no la convierte en ingeniera o alpinista. Pero si la cultura ha
designado la crianza de los niños como el terreno de privilegio donde